Irene contempla el paisaje desde la ventanilla de un tren que había cogido al azar. La gran ciudad empezaba a agobiarle, las calles plenas de gente, los coches y, sobre todo, el aire irrespirable. Por esa razón tomó la decisión de abandonarla, pero no tenía definido el destino a seguir.
No hizo elección alguna al coger el tren que la llevaría a un destino incierto. “Sobre la marcha decidiría”, pensó cuando el convoy avanzaba. Ensimismada, contemplaba el paisaje, un paisaje que, a veces, contemplaba sin ver
Supuso que quizás por el sur estaría bien. Por lo que dicen, a allí se vive muy tranquilo; después de todo, no tenía prisa, nadie le esperaba: había roto toda relación con su pareja, “ el muy inepto, me había puesto de fea mil veces, ya ves, antes me decía ¡mi reina guapa!”, recordó indignada. Continuó con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos.
Era una chica muy maja, alta, morena, con un cabello que era la envidia de sus amigas, unos ojos tan negros como una noche sin luna. Tenía una gran cultura y era de clase media alta.
Una pareja conversaba a su lado, ella no escuchaba, pero se interesó al oír que decían:
-Tenemos que hacer trasbordo en Alcazar de San Juan, sólo hay que cambiar de tren, pero tenemos veinte minutos de parada.
Todas esas palabras llamaron su atención, porque no sabía el destino de aquel nuevo tren, ni le importaba, se había propuesto viajar un poco al azar.
Sequía con su mirada perdida en el paisaje. Era muy diferente al catalán que había dejado atrás. Habían desaparecido las montañas, ahora era un paisaje con mucho menos relieve, eran planicies de un pasto amarillento, como si le hubiesen robado en color al Sol que en pleno Julio, caía implacable sobre los prados. “En primavera, debe estar verde y florecido”, pensó. Lo apreciaba porque a veces el color amarillo cambiaba de tonalidad.
A medida que pasaba el tiempo, esperaba el cambio de tren, a ver si tenía suerte y encontraba en él a alguien más ameno para matar el hastío que la abatía. En ese momento escuchó por megafonía que próximamente tenían que cambiar de tren. Ella como los demás pasajeros, empezó a bajar el equipaje. Llegaron a la estación y tranquilamente cambiaron de tren, estaba estacionado al otro lado del anden. A la entrada del vagón colocó su equipaje. Los compartimentos eran de cuatro asientos, se acomodó en el que había colocado el canasto de un bebé; en los otros asientos no había nadie de momento. Se imaginó que la vecina de asiento sería una señora que habría dejado un instante al bebé para ir al servicio, pero, pensó: “¡que valor, dejar al hijo solo aunque sea un momento!”. Llegaron dos chicos jóvenes y ocuparon los asientos de enfrente. Preocupada por el bebé, aprovechó para bajar un momento a comprar unas revistas y un botella de agua. En el kiosco le ofrecieron unos folletos de propaganda turística, los recibió entusiasmada, así se informaría, a ver si le podía interesar algo y tener algún aliciente ya que iba totalmente desorientada. Cuando volvió a su asiento, los dos jóvenes la miraban un poco recelosos; a su lado seguía el canasto del bebé como lo había dejado. Los chicos habían comentado:
-¡ Pero bueno, esta tipa se baja y deja al hijo ahí como si fuera una maleta, vaya cara!
A ella, a su vez, le pareció raro que la madre no hubiese vuelto, pero pensó: “no es mi problema”. Se sentó tranquilamente a hojear las revistas y luego le echó un vistazo a los folletos.
Uno de ellos era de Mérida, le entusiasmó, ya en su tiempo de estudiante había leído algo de aquella ciudad. Sabía que era una pequeña gran ciudad. Leyó atentamente “…fue fundada en el año 25 a. C. …” “¡Ya había llovido!”, consideró, y siguió leyendo: “…económicamente Mérida es una ciudad de servicios, con una creciente importación en el sector industrial y casi extinguido el sector primario”. “¡Bueno quizás hasta puedo encontrar trabajo!”. Imaginó. Ya llevaba en paro unos meses y sin esperanza de encontrar trabajo. Siguió entusiasmada en su lectura: “…más de cincuenta y seis mil habitantes…”,¡ ya ves, dará gusto pasear por sus calles!. A ver, de interés turístico:, obras romanas sobre todo: teatro romano, museo romano, anfiteatro romano, arco trajano y puente romano sobre el río Guadiana”.
Ya lo sabía ella, en Mérida había bastantes obras romanas. Algo que llamó su atención fue el lago Proserpina, tenia camping. Otra cosa que le impactó fue los hoteles: ¡más de ochenta! ¡ Normal, no es de extrañar si se tiene en cuenta que el gobierno extremeño está allí!
La sacó de su atención el llanto del niño, se había olvidado de él por completo, el niño lloraba con fuerza. “Pero ¿y la madre?…” Empezó a inquietarse. Los chicos de los asientos de enfrente la miraban como si ella fuera la responsable del bebé; claro, cuando ellos llegaron ella ya estaba allí, y cuando ella llegó el bebé ya estaba en el asiento. Empezó a ponerse muy nerviosa, no sabía que hacer, el bebé gritaba sin parar, seguro que tendría hambre, ¿pero qué podía hacer ella? Un chico de los de enfrente le gritó:
-¡ Al menos ponle el chupete!
Se asomó al canastito y vio a un bebé de pocos días; un chupete le colgaba de una cadena de color rosa, “ debía ser una niña”, pensó. Le puso el chupete y la niña se calmó.
Dejó los folletos y volvió a prestar su atención al paisaje. Ahora era diferente: grandes dehesas cercadas con paredes de piedras; el prado seguía amarillento y las esporádicas encinas regalaban su sombra a los rebaños de ovejas y cabras, que soñolientas, descansaban. ¡ Eran grandes las dehesas extremeñas!. Lo habían comentado los chicos. Ahora estaban separadas por una alambrada, que probablemente tendría un poco de corriente eléctrica, porque a lo lejos divisaba reses negras, parecían toros bravos; se veían pastando tranquilamente; al paso del tren ni se inmutan, seguro que lo encontraban de lo más normal, aunque no pasaran muchos trenes al cabo del día.
Por el personal que llevaba, se deducía que poca gente viajaba. El tren iba lento y se paraba en todo los pueblos, en algunos ni se veía la estación. Por fin paró en una que parecía importante. Se asomó y, debajo de un gran reloj, leyó: “Villanueva de la Serena”. mucha gente bajó, casi se quedo el tren vacío, pero sus compañeros de departamento seguían el viaje: por lo que comentaban iban a Mérida. Se alegró allí se apearía ella y se alojaría en el hotel más cercano a la estación.
El tren seguía parado y se escuchaba revuelo en el anden. En el interior del tren se notaba cierto nerviosismo entre los pasajeros; se puso de pie y vio a unos cuantos policías que miraban entre la gente. No entendía, en aquel ambiente tan tranquilo, ¿qué podía buscar la policía? Una pareja llegó hasta ellos, miró el canasto y le pidió a ella la documentación del bebé. Quedó petrificada, no podía articular palabra. Al fin logró decir:
-Este bebé no es mío, señor.
-¡Claro que no es suyo! -le cortó el policía-, eso ya lo sabemos, pero usted lo ha robado.
-Esto es un error señor -protestó la chica-, cuando yo llegué al tren el canasto ya estaba ahí.
-Bueno eso ya lo explicará en comisaría. ¡Queda detenida!
La bajaron del tren con sus maletas y la metieron en un furgón de la policía. Ya en el coche, con un policía a cada lado, la cabeza le daba vueltas.
“Cómo era posible que se hubiese ido de Barcelona porque le agobiaba el tumulto y todo lo que ello conlleva y aquí, que es todo tranquilidad, que hasta el tren da la sensación de ser un autobús turístico, …”. No podía creer que le estuviera pasando eso a ella.
En una sala amplia, otro policía la esperaba y otra vez la acusaron de haber robado a la niña, aquella niña a la que no había vuelto a ver, ya que en la estación se la llevaron los guardias.
Ella explicó toda su trayectoria y la verdad de aquel viaje que tan fatal le estaba yendo. La acosaron de tal modo que rompió a llorar de impotencia, no podía entender, sólo repetía mil veces:
-¡Debe de haber un error!- exclamaba sumisa.
Una llamada de teléfono captó la atención del policía que la interrogaba.
Por la cara que ponía, la llamada le sorprendía. Cuando colgó el teléfono cambió el trato hacia ella; más amable le preguntó que adónde se dirigía, ella le contestó que a Mérida. A continuación, llamó a los policías que la habían detenido en la estación.
Ellos la pasaron a otra sala, y la invitaron muy cortésmente a sentarse en un sillón, un poco deteriorado:
-Mire señorita ha habido un error, pero quiero que entienda que todo es un cúmulo de cosas, que no hay culpables, que son circunstancias que son inevitables. Usted dice que el canastito del bebé cuando llegó, ya estaba en el asiento, pues bien, lleva toda la razón, pero nosotros tenemos que cumplir con nuestra obligación. Cuando le explique, lo verá claro, mire, escuche: Un señor había puesto una denuncia porque, según el, cuando su mujer estaba paseando por la estación con el cochecito de su hija y se distrajo mirando a la gente que bajaba y subía, le quitaron el canasto del cochecito y sólo le dejaron el chasis. Esa era su versión. Pero este señor acaba de llamar para decirnos que fue su mujer la que puso al bebé en el tren porque dice, está enferma, tiene una fuerte depresión post-parto y no quiere a su hija, aunque tiene altibajos, y otras veces llora por ella. Por lo que dice su marido, ya han tomado las medidas pertinente para que no vea a la criatura hasta que no este completamente bien. Bueno ahora, ya todo aclarado, usted puede continuar su viaje, así que cuando quiera la acompañamos a la estación, pero tendrá que esperar un tiempo, a esta hora tan temprano no pasa ningún tren.
“¡Temprano, serían las cuatro de la mañana!”. Se dijo ya más tranquila.
La pobre Irene no tuvo palabras para quejarse, de todas formas, de qué le iban a servir. La acompañaron a la estación, se dirigió a la ventanilla y pidió un billete para el primer tren que pasara para Barcelona.
“Volveré a mi ciudad, a mi casa, ¡ No quiero más aventuras!, pensó.
Manuela
Premiado día de Sant Jordi
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