SOLAS ELLA Y YO
Corrían los años de los 50
En la sala silenciosa, solas ella y yo, solíamos sentarnos en nuestras
respectivas sillas con el asiento de anea; debajo de la falda de gamuza de la pequeña mesa camilla, un cálido brasero reconfortaba la estancia.
Frente a nosotras, una vieja ventana de madera de dos hojas, sólo una de ellas tenía cristal, daba a una calle amplia y soleada.
A través del fino cristal, a veces, veía caer las canales, que resbalaban del viejo y sumiso tejado cuando la lenta lluvia caía.
Cómo música de fondo, el tic- tac del viejo y cansado reloj despertador que reposaba en el basar, sólo funcionaba si estaba echado en su propio costado. Silencio y tristeza en la cara de ella. En la mía, aburrimiento, creándome una melancolía eterna. Largas noches, monotonía estable, escaseé de infantes. Sólo tristeza adulta. Son huellas que el paso del largo tiempo nunca puede borrar.
Aquellas horas largas, constante vacío de alborozo. Consejos de
una mente de dos generaciones atrás. -En mi época, las faldas se
llevaban hasta los tobillos; de hecho, aún la sigo llevando. -Solía
Decirme. -Ahora, ya ves, tu la llevas muy corta, apenas te tapa las
rodillas. Aún eres pequeña, pero cuando seas mayor te la tendrás que poner más larga, no está bien visto que una señorita vaya luciendo las piernas. Te tienes que ir preparando para el futuro que te espera.
Tienes que aprender a coser, hacer toda clase de labores hogareñas, es lo que vas a necesitar cuando seas mayor, y a lo largo de toda tu vida. -Y así, siempre la misma canción. Y yo siempre atenta a los consejos, sin un reproche, ni una sola queja. ¿Esta noche que vamos a cenar? Pocas veces me atrevía a hacer esa pregunta; entre otras cosas porque ya lo sabía, casi siempre era el mismo menú: pan tostado en el brasero de picón, con un chorrito de aceite de oliva y un trocito de queso de cabra, de elaboración propia. En contadas ocasiones cambiaba el queso por una pastilla de chocolate. -¿Esta tarde podré salir un ratito con mis amigas?
Es domingo. Me atreví a preguntar. -Sí, puedes salir a jugar, pero antes de ponerse el Sol tienes que volver, no me gusta que andes por la calle cuando se haga de noche. -Me ponía un vestido bonito, y me peinaba con dos largas trenzas, en las que me ponía dos lazos blancos como dos grandes mariposas. Luego, en ocasiones, se rebuscaba en su faltriquera y me daba una perra gorda, o, como mucho, tres chicas. Siempre me las gastaba en confites de anís.
En las largas noches, sobre todo en invierno, empleábamos el tiempo escogiendo los garbanzos, naturalmente, uno a uno, ya que abundaban las impurezas, era el menú casi diario.
Otras noches me tocaba leer una página de un libro cualquiera, mi abuela era sumamente metódica, y yo, obediente y sumisa.
A veces me ponía como deberes copiar la página que había leído el día anterior; un día a la semana tocaba hacer cuentas y estudiar la tabla de multiplicar. En fin, pocas horas tenía libre. Por el día tocaba labores: ganchillo, el fatídico punto de cruz, punto de media, pero sobre todo coser: hacer zurcidos y piezas en la ropa ya rota, los calcetines eran una tortura, cada día se rompían. Todo era rutina: desde entonces la detesto.
Antes de irnos a dormir, era como un ritual, mi abuela cerraba las
puertas, le daba cuerda al reloj despertados que posaba en el basar, sólo funcionaba si estaba echado en su propio costado y cambiaba la hoja al almanaque perpetuo que colgaba de la pared. Cuando yo era casi una adolescente, mi abuela enfermó. Una mañana fría del mes de noviembre se me fue para siempre.
Yo sentí un gran dolor y pensé que se había llevado un trozo de mi. Hoy es un pasado muy lejano, pero aquellas huellas monótonas me fueron de gran provecho a lo largo de toda mi vida, porque me enseñaron a saber estar, a escuchar, a obedecer y tantas y tantas cosas de provecho. Lástima que casi no supe aprovecharlos o no quise, a lo mejor porque la creí poco adecuadas para mi época.
Manuela Llera Ramos